«Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros» enunciaban los cerdos del libro de Orwell como séptimo y último de sus mandamientos. En Rebelión en la granja esta es una frase fundamental, para Palestina es una constante, para la historia del mundo metaforiza una máxima de la opresión.
Hebrón lo muestra y te muestra que incluso tú, tal vez, no seas tan igual como otros. Por ejemplo, los palestinos que viven allí no deben ser tan iguales como el resto de palestinos de Cisjordania y los palestinos que viven en la ciudad vieja deben menos iguales aún, por eso será que pierden sus casas y su pasado. A su vez, los judíos que viven en Hebrón deben ser más iguales que los que viven en Jerusalén y por eso hay más de 2000 soldados israelíes para «proteger» a cerca de 600 colonos y les entregan las casas robadas a los palestinos y un dinero en efectivo para comenzar su futuro en este «paraíso«. Pero también unas religiones deben ser más iguales que otras y los ateos debemos ser los menos iguales, por eso tenemos que decir en los puestos de control israelíes que somos cristianos y ver si de esta forma nos dejan entrar a visitar El santuario de Abraham.
Hebrón parece un despropósito de la razón, hasta que te adentras por las callejuelas de la ciudad vieja y descubres que lo que es en realidad es una cárcel de melancolía para unos presos que no quieren escapar de ese lugar.
La primera impresión es la de una ciudad de 160.000 habitantes con una vida aparentemente normal. La gente camina por la calle, va al mercado, el tráfico no para un instante, los colores impregnan las superficies y puedes intuir muecas de sonrisas en las conversaciones cotidianas.
Un occidental solitario con cámara al cuello es «algo» interesante en cualquier lugar fuera de «occidente» y Hebrón no es una excepción. Las primeras conversaciones son siempre sobre fútbol, las siguientes lo serían también. No conseguí pasar esa barrera en las primeras tomas de contacto, intentar entrar en una conversación más profunda apagaba las sonrisas y tornaba en desinterés la atención que me prestaban. En esos momentos empecé a notar donde estaba.
Hebrón, a diferencia de la mayoría de las ciudades palestinas, tiene a los colonos en su interior. Mientras que en el resto de los territorios ocupados los palestinos suelen convivir rodeados, en esta ciudad los tienen dentro y es por ello que a medida que te acercas a la zona judía las sonrisas desaparecen y los colores se pierden, no por el filtro de la razón, es la criba del corazón la que dota de luz a los recuerdos.
Cuando te quieres dar cuenta estás en otro lugar. El silencio y la apatía copan cada centímetro de pureza tornando las imágenes en visiones de intransigencia. Caminaba meditabundo pensando en la razón que habría llevado a esas 600 personas a querer vivir rodeadas de odio, vigiladas continuamente y con una libertad de movimiento tan limitada. No me entraba en la cabeza. ¿Tan valioso es esa tumba de los patriarcas como para sacrificar la belleza de la vida por ello?. Al fin y al cabo ellos eligieron entrar allí, al pueblo palestino no le queda más que la resignación de no haber elegido que les echasen de sus casas.
Y cuanto más cerca del santuario (y de los colonos) mayor silencio, mayor resignación, más cantidad de casas vacías o abandonadas y más comercios cerrados. Los bajos siguen siendo palestinos, los judíos van tomando los pisos altos y desde ellos empiezan a tirar basura, orín, desperdicios de todo tipo. De esta forma intentan complicar la vida a sus vecinos, una vida ya difícil de por si. A nadie le apetece vivir al lado de estos fanáticos armados, vivir al lado de la bandera israelí o la estrella de David que plantan en cada nueva conquista, de las UZIS de los militares que casi pueden verte a través de la ventana de tu casa…
Es una conquista lenta y silenciosa. Ibrahim y Hamed me explicaron que cuando consiguen echar a los vecinos más próximos ocupan esa casa y vuelven a estar a solo un muro de los siguientes. Van ganando terreno poco a poco, casi sin que se note, – no será hoy, ni mañana, pero si esto sigue así los nietos de sus hijos serán los dueños de todo Hebrón-. ¿Que os queda?, les pregunto, – Esperar. Nosotros somos mayores, nuestra hora está cerca -.
Seguí caminando por esa especie de laberinto que es la Ciudad Vieja, muchas calles han perdido su salida, los muros crecen de un día para otro como construidos por hormiguitas del ejercito israelí. Lo que un día era el callejón que daba a la casa de tu madre desaparece en un instante convirtiendo ese camino en una vuelta a la manzana de 20 minutos. El pasado se modifica a cada paso, es el mundo al revés.
Said es arquitecto (al menos lo era), fuma su narguile con su amigo Abdel en el cafetín que hay al lado de la Mezquita de Al-Jawali. Son los primeros en avisarme de que no voy a poder pasar al Templo de Abraham, es Yon Kipur y como también es un templo judio han decidido cerrarlo en su totalidad para sus celebraciones. Me indigno, «ya te des-indignaras«, o algo así me dicen. Antes de marchar Said me informa de que como no me van a dejar pasar me estará esperando con un té para charlar un rato a la vuelta.
Sigo dando vueltas y encontrándome con muros, parece que es cierto y todos los accesos están cortados. Al parecer tampoco voy a poder ver la parte judía, están de fiesta y no quieren intrusos.
Voy hasta las casetas de los soldados que hay en uno de los accesos para intentar preguntar, como no se acercan lo hago a gritos, ellos me miran fijamente sin decir palabra haciendo gestos de negación con la cabeza. ¿Estarán escuchando algo de lo que digo?. Seguro que no. Entonces decido ir a la puerta y gritar desde allí, alguien me escuchará. Al cabo de 10 o 12 gritos se acerca un ortodoxo que no habla demasiado inglés, lleva una UZI al hombro. Le digo que quiero entrar al templo, me pregunta si soy judío y le niego con la cabeza, como me sigue mirando a los ojos esperando una respuesta le digo que soy cristiano, no le miento, en realidad fui bautizado. Se da la vuelta para irse sin tan siquiera responderme, le digo que Abraham fue un profeta del cristianismo y tengo derecho a entrar y casi sin terminar de decir la frase un soldado salido de la nada me interrumpe diciendo que es Yon Kipur y esta reservado para su festividad, solo pueden entrar judíos. No hay más conversación posible, se dan la vuelta y se van definitivamente.
Allí me quedé con cara de tonto, atónito ante tanta prepotencia hasta que aparecieron Aaminah y Rajeeyah con una sonrisa en la boca sorprendidas ante el tipo raro que acababan de encontrarse. Iban camino de casa, les tocaba dar una buena vuelta porque a ellas también les habían cortado el acceso con motivo del Yon Kipur. No les importaba, al menos ese día ya era diferente, una nueva ruta de vuelta a casa, unas risas con un chico que les había hecho unas fotos y todo parecía cambiar de color, o incluso empezaba a cobrarlo. Ese día Aaminah y Rajeeyah eran más iguales que otros días, el bloqueo que cortó mi sonrisa provocó que yo estuviese allí para hacer florecer las suyas. Ellas fueron una nota de color en el gris que se estaba apoderando de mi corazón, me enseñaron a creer que aún hay esperanza.
Cuando decidieron que había llegado el momento de partir lo hicieron con un ligero gesto y una mueca de adiós como si nos fuésemos a ver al día siguiente y yo volví al cafetín de al lado de la Mezquita de Al-Jawali para tomar el té con Said. Quería que me ayudase a buscar a Ibrahim y Hamed, tenía que decirles que no no podían quedarse esperando, su hora podía estar cerca pero a Aaminah y Rajeeyah les faltaban muchas sonrisas que regalar y demasiados colores de los que disfrutar. Tenía que decirles que ellos son la memoria, los que pueden impedir que el pasado se modifique a cada paso a base de muros, porque esa es la misión de los ancianos. Ellos no deben preocuparse del futuro, la energía y la ilusión son el color con el que Aaminah y Rajeeyah pintarán un día las paredes de Hebrón. Insha’Allah.