De Medellín salimos en dirección a la zona cafetera, no es que dejásemos la búsqueda de Macondo para ver si encontrábamos a Juan Valdez, es que buscábamos algo pequeño, tranquilo, «sin rumba«, ver algo de la Colombia rural menos turística. Y el lugar elegido fue Marsella, tal vez porque no hablan de allí las guias de viaje.
Un pequeño pueblo de menos de 20.000 habitantes no muy lejos de Pereira, rodeado de cafetales y montañas en el que no queríamos más que relajarnos y caminar. Nuestro error fue que la primera noche, después de cenar, decidimos tomarnos «una» cerveza. Antes de que pudiésemos terminarla e irnos a casa aparecieron Omar y Manuel, –¿de donde son?-, nos preguntaron,-Españoles-, contestamos nosotros, lo siguiente fue: –¿y que diablos hacen acá en Marsella?-… y ahí el relax que esperábamos en Marsella se transformo en rumba sin fin y una resaca de esas antológicas, eso si, en la espectacular finca que gestiona Heiller, uno de los amigos/hermanos que encontramos aquella noche, junto a Jonathan (el gafas), Manuel, Omar y el resto de la pandilla.
Hailler gestiona una finca en la que está intentando recopilar un poco de la fauna y flora colombiana, tiene casi de todo, vacas, cabras, loros, papagayos, pavos reales, gallinas sin plumas ¿?, cerdos, plantas de café, guadua, flores de todo tipo, frutales, hortalizas… y a menos de 5 minutos andando un pequeño reducto de bosque tropical en mitad del eje cafetero. Se nota en ello la pasión por la naturaleza de alguien que estudió Ambientales.
Ejemplo del pavo real, y abajo Jonathan cogiendo yuca para el sancocho que estábamos a punto de meternos entre pecho y espalda.
Allí pasamos unos días entre la naturaleza, ordeñando las vacas en la mañana y cogiendo los huevos de las gallinas… en las «tertulias de artistas frustrados» (que le gustaba llamarlas a Heiller) que se montaban por la noche en La Finca, con sus guitarras, sus lecturas, sus poemas, sus chistes… y aprendimos muchísimo sobre Colombia, sobre la historia, la fauna y la flora, sobre sus gentes, y por supuesto, sobre su gastronomía, de la que aprendimos de primera mano gracias a la Microempresa de Arepas que tienen en La Finca.
Aquí podéis verme con las manos en la masa, nunca mejor dicho. En la masa que se hace a base de maíz cocido. Otra opción para hacer arepas es comprar directamente la harina de maíz. A eso solo le hace falta agua y un buen amasado para hacer la masa que estoy aplastando en la foto, estoy en el paso final, con el molde acabando de terminar la arepa. A mi derecha la masa y a mi izquierda las arepas terminadas listas para brasear.
Y con sal, con mantequilla y unos choricitos ya teníamos la comida lista.
Fue una pasada como nos trataron, nos acogieron en su casa y nos ofrecieron todo lo que tenían, salimos de allí agradecidos y con un poco de pena por partir, eso si, seguros de que algún día volveríamos a cruzar nuestros caminos en cualquier lugar. En Marsella, un pueblo al que fuimos buscando «nada» y encontramos «todo«.
La siguiente parada en el camino fue San Cipriano, la razón, para ver con nuestros propios ojos un pueblo en mitad de la selva al que no llegan caminos ni carreteras, solo una vía de tren que está en deshuso.
San Cipriano fue uno de esos pueblos que creció en torno a la estación de tren, un medio de transporte que dejo de usarse en Colombia hace años, seguramente por ser el medio de transporte más fácil de sabotear y durante el largo conflicto la seguridad primó sobre la comunicación.
Total, que para llegar al pueblo desde la carretera los lugareños han inventado uno de los métodos de transporte más curiosos, e inseguros, que existen. A unas pequeñas cajas de madera con ruedas que encajan en las vías le acoplan una moto para hacer la tracción… y listo, ya tenemos vehículo. Para subir del pueblo a la carretera perfecto pero para la bajada… mejor no tener miedo o ser aficionado a las montañas rusas.
En la foto intentando acoplar mi mochila para que no saliese volando.
Estas 4 últimas son fotos de Quirós. Con las 2 de San Cipriano no olvidaré la situación al descargarlas a un disco meses después en Cuzco (Perú). La abuelita del cibercafé abrió un par para ver si se habían grabado bien y cuando Quirós le dijo –Esas son de Colombia-, la abuelita respondió: –¿Así es Colombia?, ¿allá son negros?-. Creo que estuve riendo cerca de 20 minutos.
De San Cipriano nos fuimos a buscar la Colombia más sórdida en Cali. Y la encontramos. La primera noche la ciudad nos dejó claro que no nos quería allí, tal vez fue el barrio, el casco antiguo, junto a la catedral… el sitio justo al que no debíamos haber ido. Allí pasamos la noche, en el peor hostal de Cali, o por lo menos, el más barato. Esperando que el sol nos permitiese salir del lugar (durante la noche eramos carne de cañon), entre ángeles blancos y todo tipo de insectos y olores. De Cali conocimos lo peor, pero porque pareció que lo buscásemos. De todo se aprende.
Y así decidimos salir del país, por Pasto, un pueblo curioso, con una calle principal que forma una frecuencia pefecta de «wiskería», locutorio, pollo frito, estanco… y así sucesivamente hasta el final de la calle. Es lo que que tienen los pueblos fronterizos, a eso va la gente, a cruzar fronteras, incluso las que no cruzan en sus propios países, o en sus vidas cotidianas, incluso fronteras interiores.
Curioso invento del hombre, parece que al cruzar una de estas seas más libre que dentro de la tuya… aunque también las hay que te hacen más preso.