Una ruta en blanco y negro que comienza con una foto con color, una metáfora de lo que quiere ser Nueva York: imprevisible, rompedora, provocativa. Con esta ciudad finaliza la trilogía que comenzó con París y continuó con Londres, una trilogía en blanco y negro de 3 de las ciudades con más personalidad del planeta.
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Nueva York fue el punto y final del viaje más importante de mi vida. El último destino que pisé antes de regresar a Hortaleza de un viaje de vuelta al mundo que duró 18 meses, lo que a su vez fue un condicionante fundamental para mi percepción de esta ciudad.
Llegaba procedente de Lima y a pesar de haber estado en los Estados Unidos unos meses antes, por alguna extraña razón, NY me imponía cierto respeto. No se si por culpa de tantas imágenes vistas en películas, si por tantas páginas leídas o por tantas historias escuchadas tenía una imagen preconcebida de lo que me iba a encontrar. Ante tanta inmensidad me sentía pequeño, tal vez por eso decidí que no tenía tiempo para todo y limité la visita a la mítica isla de Manhattan.
Uno de los mayores culpables de mi respeto hacia NY es sin duda Paul Auster y sus innumerables libros ambientados en la ciudad, diría que casi más que Woody Allen y su filmografía. Los libros me dejan más tiempo a meditar lo que recibo, lo proceso y lo hago mio con mayor intensidad. Y cuando el escritor hace que la prosa fluya como si cualquiera fuese capaz de escribir de forma tan sencilla, entonces me sumerjo por completo en la novela y casi siento ser parte de ella. Eso me pasa con las novelas de Paul Auster y por eso busqué el Palacio De La Luna en los alrededores de Central Park, ese restaurante chino que regala el título al libro más viajero de Auster, solo el nombre del protagonista lo dice todo: Marco Stanley Fogg.
Por culpa de Leviatán quise subir a la Estatua de la Libertad hasta que Quirós me confirmo que era una horterada cara y acabé fotografiándola desde el ferry gratuito que va a Staten Island.
No pude hacer «locuras en Brooklyn» porque no crucé el legendario puente que une ese barrio con Manhattan. Me alojaba bastante cerca de donde está tomada la foto de arriba. Tuve suerte y ni tan siquiera me molesté en buscar hoteles en Nueva York, antes de llegar Sebas me ofreció quedarme en su apartamento y no lo dudé, además de que después de los 18 meses viajando estaba en un momento en que me interesaban más la personas que los lugares. Año y medio es mucho tiempo viajando y son demasiadas cosas vistas, el cerebro comienza a buscar comparaciones odiosas y parece que ya nada sorprende, ayer siempre acaba siendo mejor que hoy. En mi caso particular en USA ayer fue Chicago y hoy era Nueva York.
Cuando empecé a sentir que había demasiadas cosas que hacer para el tiempo que tenía decidí tomarme todo con más calma y me fui a pasar un par de días a Montreal, en el Quebec canadiense, para visitar a Karine y Annick. No me apetecía ver corriendo lo máximo posible y olvidarme de ese destino, soy de los que prefieren disfrutar de unas pocas cosas para quedarme con ganas de volver. Por eso no me importó pasar casi una tarde entera en Times Square al encontrarme que había sido cortada al tráfico y tomada por hamacas y sillas de playa, o echarme una medio siesta tirado en Central Park mientras observaba la fauna que allí habita, o «perder» una mañana entera frikeando entre cámaras y accesorios en la espectacular B&H (mi único acercamiento al mundo de las compras en NY).
Eso no quita que no me resistiese a hacer algunos clásicos, como subir al Top of the Rock (Rockefeller Center) para contemplar una de las vistas más espectaculares de la ciudad. No quería abarcar demasiado, como ya he comentado, y solo subí a un edificio alto, me decanté por este para poder hacer la foto del Empire State Building y porque tiene cristales en lugar de rejas en los miradores.
Paseé por la Quinta Avenida y por Broadway, recorrí el Soho, Little Italy y callejeé por Chinatown como si la conociese, probando la única gastronomía que me podía permitir junto a los hot dogs callejeros, la gastronomía asiática. Era el final del viaje, volvía con algo de ganas y la cartera vacía, el resto de la gastronomía newyorkina interesante la dejo para cuando… sea rico.
Me moví andando o en metro, sin prisas, observando las caras como si en cualquier momento me fuese a cruzar con cualquiera de los Pauls que aparecen en la Trilogía de Nueva York, siempre escritores, siempre con oscuros pasados, con algún señor Azul, o una señorita Verde siguiéndose a si mismos entre iglesias góticas rodeadas por rascacielos.
Mi ruta en blanco y negro por Nueva York la escribió Paul Auster a su antojo. Me la empezó contando a través de un perro capaz de razonar con un dueño algo loco y desde ahí no ha parado de diseñar mis recuerdos de esta ciudad, incluso los futuros.
Si pudiese elegir ser uno de los personajes de sus libros sería sin duda Walter, el joven protagonista de Mr. Vértigo. Perder mi dedo meñique, como le sucede al personaje, no sería un pago excesivo por poseer su don; el don de levitar.
¿Vendrá de ahí mi obsesión con volar?