La primera vez que pisé Bayahibe era enero de 2007. Llegaba sin mucha idea del lugar y mi única intención allí era parar unos días en un lugar tranquilo donde sacarme el curso de buceo (Open Water) y disfrutar de la experiencia de respirar bajo el agua. Este pequeño pueblo de pescadores con poco más de 2000 habitantes me acogió como si fuese uno más de ellos. No fueron muchos los días pero suficientes para acabar regresando a pasar allí los últimos coletazos de mi viaje por el país.
Las conversaciones en el colmado, en casa de Dani, los atardeceres en la playa pública, haber descubierto la ingravidez del medio acuático, las mulatas, el ron, el pollo frito con yuca en el puestecillo de al lado de la iglesia, las noches de bachata… todas juntas y cada una por separado fueron algunas de las razones por las que este rinconcito del sudeste de República Dominicana se convirtió en una suerte de paraíso terrenal en el almacén de mis recuerdos.
Circunstancias parecidas a las que me llevaron allí por primera vez me regresaron a este pueblo, que tenía idealizado, 6 años más tarde. Para esta ocasión el reto era más ambicioso: sacarme el título de instructor de buceo en el lugar donde descubrí lo que ya se había convertido, para mí, en una pasión. Ello me permitiría poder vivir y trabajar en este rinconcito tropical y conocerlo más en profundidad, además de abrirme la puerta al medio de vida con el que poder vivir viajando. Este pueblo es ahora el principio de aquel viaje que aún continua y va camino de 4 años.
¿Como no le voy a tener cariño?.
Aquello es el Caribe en su máxima expresión: calmado, cristalino, azulado y desprendido, se entrega a los visitantes buscando el agrado sin pedir nada a cambio. En la playa pública, cuando no hay muchos barcos, los baños son apacibles y siempre tienes la posibilidad de tomarte una fría en alguno de los pocos chiringuitos que hay repartidos cerca de la orilla. En Magallanes, una pequeña playa a la salida del pueblo bordeando la costa en dirección Dominicus, la tranquilidad es total y puedes estar sólo disfrutando del snorkel y la arena blanca en casi cualquier momento del día.
La playa de Magallanes era mi refugio personal, el lugar donde pasé muchos dé mis días libres; a remojo, practicando freediving, haciendo malabares, enseñando a nadar a Yanet y donde contemplaba el atardecer obnubilado por los colores y el silencio olvidándome de la disciplina militar y las intensas jornadas en el centro de buceo donde trabajaba. Esas tardes fueron una tradición hasta que la azotea de mi casa le robó algo de protagonismo a base de Presidentes (cerveza local) y conversaciones viajeras.
Siempre quedarán las escapadas de «cualquier momento es bueno» con Mateo, Jesús, Gaby y Mirabelle, y esos silencios eternos que poblaban las imágenes de crepúsculos de paz intentando llegar a un infinito que creíamos tener cada vez más cerca.
Magallanes es uno de mis recuerdos imborrables asociados a Bayahibe. Bayahibe no sería lo que es para mí sin Magallanes.
El pueblo de Bayahibe era una encrucijada de caminos desordenados, de arena y piedra, con pequeñas casas a los lados y postes de la luz. Cruadriculado y laberíntico a la vez, no tiene más de 5 o 6 pequeñas tiendas con las cosas básicas (para los lujos hay que ir a La Romana, la ciudad más cercana, a poco menos de una hora en furgoneta), muchos colmados, algunos restaurantes, una comisaría, una cancha de baloncesto, un campo de pelota y una gasolinera. Hablo en pasado de los caminos porque a primeros de 2014 terminaron de asfaltar el pueblo y, a pesar de que ayudó a que en la estación lluviosa no fuese un barrizal, le quitó una parte del encanto y lo que en realidad hizo fue transformar los barrizales en charcos inmensos sobre un asfaltado poco planificado.
Viviendo allí te das cuenta de que los colores inundan el Caribe. No hay excepciones. Son la vida y la alegría en forma de pigmento que crea el maquillaje de las casas y los negocios. Las palmeras son otra pieza fundamental en el atrezzo de su decorado y la banda sonora se forja con los ritmos de la salsa y la bachata. Melodías que solo dejan de sonar para dar paso al sonido de los gallos antes de empezar un nuevo día.
Pasé cerca de un año allí. Acumulando experiencia como instructor de buceo y disfrutando de una vida tropical a la que empezaba a acostumbrarme. Casi un año en un lugar pequeño crea lugares comunes, imágenes diarias y una rutina que, como cualquier otra, llega el momento en el que da la sensación de que aprieta. Pero como el cambio provoca incertidumbre y las despedidas suelen dar pena el reloj parece no querer marcar la hora de marchar. Entonces toca despertar, luchar contra la incertidumbre y la pena y salir, cambiar. Toca buscar pastos más verdes y nuevas ilusiones antes de que ese encantador pueblecito, que te lo dio todo, pase a ser otro sitio más del que un día se apoderó el tedio.
Y así hice con Bayahibe, con una mezcla de pena y alegría marché un día de octubre en dirección a México, 520 años más tarde de que los primeros europeos divisaran las costas de este pueblo que por siempre permanecerá en un lugar privilegiado de mi corazón. Las razones son más que suficientes; allí empecé a bucear, allí comencé el viaje en que se ha convertido mi vida y durante una larga temporada fue el lugar en el que había vivido más tiempo sin contar Hortaleza.
Bayahibe siempre será ese encantador pueblecito, que me dio todo, y del no dejé que se apoderara el tedio (con el ron y la bachata como fieles compañeros).