Una vez terminado el viaje comienza un proceso de recuerdo e introspección que hace aflorar sentimientos ya lejanos que en un momento dado fueron las sensaciones más fuertes que nunca creíste sentir.
De entre todas las imágenes que he capturado en estos 21 días me quedo sin duda con la imagen del Potala el día que conseguimos llegar a Tíbet. No se si fue el cúmulo de circunstancias que precedieron a la llegada, la magia de aquel lugar tan especial, el idealismo con el que lo imaginaba o la euforia provocada por la altura (Lhasa está a 3.600 m.s.n.m.), pero en el momento en el que nos encontramos cara a cara con ese impresionante palacio mastodóntico el mundo se detuvo.
Por unos instantes no existió nada más para nosotros. Una parte del sueño había sido alcanzado, solo quedaba despertar y que siguiese ahí, omnipresente, resistiendo el paso del tiempo y de la historia. Una historia que se por más que intenta reducirlo solo consigue engrandecerlo y mitificarlo.
Fueron minutos o tal vez horas el tiempo que dedicamos a observarlo mientras el azul del cielo se teñía de negro y una luna rebosante aparecía por el este en su día de máximo esplendor.
Era el Palacio del Potala, la antigua residencia del Dalai Lama, un museo dormitante que espera a que el tiempo lo resucite y allí estábamos nosotros, pequeños e insignificantes, sintiéndonos las personas más grandes del mundo.
(*) Son momentos de un viaje que me ha llevado de Beijing a Katmandú en 21 días como coordinador para Paso del Noroeste. Una experiencia nueva y muy enriquecedora que iré contando poco a poco a medida que me quite el jetlag y empiece a ver que hago con mi vida en un mes que se antoja crucial y de futuro incierto. Esta vez yo no decido, voy a dejar jugar al destino y caminar hacia donde sople el viento.