En San José como en Casa – Costa Rica

En casita

Desde San Salvador llegué a San José en Ticabus. Me junté con Jonathann y, una vez más, volvimos a quedarnos en la «casita» de Miguel. No se como hubiese sido Costa Rica sin Miguel, seguro que algo completamente distinto.

La casita es la de la foto. Estar allí era como estar en el hogar, la amabilidad y hospitalidad de Miguel me dejaron sin palabras en más de una ocasión. Y durante la época de lluvias, cuando llegué la primera vez, en Septiembre, fue el refugio perfecto donde pasaban las tardes jugando al billar y tomando Imperial mientras veíamos llover por la ventana (Jonathann, Ariel, Mariane y yo).

En lo alto del barrio de Aserrí las vistas desde la casa de Miguel son espectaculares, puede verse todo San José.

San Jose desde Aserrí

Pasé unos días allí con Jonathann, me presentó a Laura (hoy es su esposa), y conocimos un poco más de esa ciudad sin nombres en las calles. Me imagino a los ticos que allí viven con un completo mapa mental de referencias en la cabeza, y si fuese posible ver alguno de esos mapas, no dudaría en elegir el de cualquier empleado de Correos de Costa Rica. Esa gente deben ser superheroes.

A pesar de la dificultad para orientarse por estas calles sin nombres no nos costó demasiado encontrar El Pueblo por las noches, una especie de centro comercial de bares y discotecas, y comprobar de primera mano como se baila salsa al estilo tico.

San José esta dentro de las ciudades más seguras del mundo, y eso hace que la vida nocturna sea mayor y más entretenida que en la mayoría de las capitales centroamericanas.

Durante el día tampoco es demasiado bonita, pero pocas capitales de la región pueden definirse con ese adjetivo, lo bueno que tiene es que puede servir de «campo base» para excursiones de un día a los volcanes o Parques del Valle Central en el que se encuentra.

Cascada

Miguel nos llevó a la familia (mujer, hijo, Jonathann y yo) de picnic al Parque Nacional Braulio Carrillo (30 minutos al norte de la ciudad).  Y allí pasamos el día entre cascadas y cañones. Un paseo muy entretenido, bonito y barato.
Barato porque dijo que no hablásemos y en la entrada de la Quebrada González Sector convenció a los guardas de que eramos sus sobrinos. En vez de los 6 $ por «gringo«, digo, extranjero, fue algo menos de 1$ como locales. La famiiiiilia.

La verdad es que Miguel es Pura Vida, nadie como él me mostró el significado de una frase que no paras de escuchar en Costa Rica, porque puedes imaginar lo que significa pero lo que hay es que sentirlo ( y eso que no he leído a Mendiluce).

Los días pasaron aprendiendo a preparar empanadillas de queso (con tortillas de maíz), me enseño Laura, y paseando por San José con Jonathann y ella. Buenos recuerdos tengo de aquellos días.
Es curioso como en San José me sentí entre amigos con gente que conocí en el viaje. Aquel fue de los últimos lugares que visité en solitario. De allí salí para el Parque Nacional del Corcovado, donde me encontraría con Roberto, un buen amigo de la infancia con el que continué la bajada hasta Bolivia en los casi 4 meses siguientes. En Colombia se uniría Quirós para que los 3 jinetes (del «Apocalypto«) recorriésemos la panamericana como buenamente pudiésemos… y pudimos.

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¡PURA VIDA!

San José del Pacífico y las hadas de Doña Catalina

Atardecer desde San José del Pacífico

En medio de un bosque de hadas minúsculas apellidadas Caerulescens… más arriba del lugar donde duermen las nubes y no siempre por debajo de donde corretean las estrellas.
Estas son las coordenadas de San José del Pacífico y sus 380 habitantes.
Algunos días, entre la niebla puedes distinguir una figura de pelo largo y blanco recogido en una gran trenza… ella dice que es española, de Córdoba, que se casó con un torero, que acabó abandonando su país por despecho y encontró su lugar allí. Esta María Sabina andaluza también vuela, como lo hacía la anciana curandera, por la sierra oaxaqueña. Con una edad indeterminada, una juventud espiritual atrapada en un cuerpo mortal y unos ojos negros capaces de atravesar a quien miran, Doña Catalina es una gitana mexicana, una nómada sedentaria que nunca dejará de viajar mientras viva… y tal vez, incluso después.

San José es tan místico como quieres que sea. Muchos llegan peregrinando desde los lugares más reconditos de México, o del mundo, con la intención de abrir las puertas de la percepción que tan bien describió Huxley en sus ensayos. En este pueblo es sencillo conseguir la esencia del SOMA en forma de «derrumbes» y cualquier paisano estará encantado de guiarte en el camino.
Doña Catalina es guia y pastora, no deja oveja descarriada en su rebaño de jóvenes buscadores de libertad.
No es una costumbre ancestral, los hijos de las flores gringos viajaban hace años allí a casas de familias locales para aprender los secretos del los «HIJOS» de la tierra de los que hablaba María Sabina.
Pero en otra parte de Oaxaca y con una misticismo algo más «NEOloquesea«, algo más carnal que espiritual, aunque bien maquillado puede no llegar a distinguirse.

Atardecer desde San José del Pacífico

El atardecer es precioso a los casi 3500 metros en que se encuentra el «resort» de Doña Catalina. Yo lo descubrí el día que llegué. El peso de la mochila y una cuesta infernal estaban acabando con el oxigeno de mis pulmones cuando llegué a la puerta. Entré y pregunté por Doña Catalina, -Está fuera, en el patio-, me dijeron unos jóvenes sonrientes.
Una vez en el patio las vistas me dejaron absorto y de pronto una voz salió de uno de los bancos.

-¿Tu quien eres?.
– Mmmm… buenas… soy Pak y… estaba buscando a Doña Catalina.
– ¡Ay hijo!, deja la mochila y sientate, eso tiene que pesar muchísimo, ¿quieres tomar un té?, ¿has comido?.
– Si, he comido, gracias, pero el té lo acepto encantado.

Unos minutos más tarde tenia el té en mis manos y pintábamos el aire de negras palomas, mientras escuchaba embobado las historias de Doña Catalina, sobre su vida, sobre la vida, sobre México, sobre España, sobre su idea obsesiva de montar un espectáculo flamenco en medio de la sierra de Oaxaca. Idea que algunos días la llevaba a sacar los trajes y disfrazar de «folclóricas» a las jóvenes que junto a ella habitaban. Porque aquello no era un albergue, ni un hostal, ni un guesthouse… era un hogar.

Unas horas más tarde observaba embobado, esta vez el atardecer, junto a Doña Catalina. En el momento en que el sol desapareció por el horizonte, por la línea del océano Pacífico, se giró hacia la casa y mirando la planta de arriba me dijo:
– Deja la mochila por ahí y busca un colchón vacío, la cena no tardará mucho.
– Muy bien, una pregunta… como va el tema de… ¿el dinero?-, respondí yo.
– ¡Ah!, si, pregunta a las chicas pero creo que son 85 pesos… (unos 5 euros).
– ¿Y la cena que hacen aquí como va?.
– Son 85 pesos… con 3 comidas.*
*(5 euros alojamiento con desayuno, comida y cena).

Apuró su pitillo, lo apretó contra el fondo del cenicero y se levanto con una energía que no esperas en alguien de su edad al grito de: -¿Que pasa?, ¿si no me pongo yo con la cena aquí no se mueve nadie?-, entonces empezó el revuelo en la casa y lo que parecían seres dormitantes comenzaron una actividad frenética que se alargo casi una hora.

Casa de Doña Catalina

Doña Catalina
no te aloja, te ayuda a que puedas quedarte allí y a cambio solo hay que ayudarla a mantener decente ese reducto de otra época, de otras ideas, de libertad e independencia individual… dentro de un «algo» colectivo. Una curiosa combinación que pocas veces se da, que suele pervertirse hasta desfigurarse, pero que es capaz de mantenerse invulnerable donde Doña Catalina, y estoy seguro que se mantendrá, mientras ella siga allí… y tal vez, incluso después.

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